Sueño 75 (Araña)
He escogido un lugar para depositar mi cuerpo a la tierra cuando ésta me reclame de vuelta.
Prefiero quedarme atorado entre estos pedazos de tiempo, solo y abatido por las
madrugadas que se van sobre la luz del día, que moviéndome con el resto del
mundo purgado de sangre y dolor.
Reconozco en el cercano horizonte al sol que, quieto, se adorna solo en el cielo a lo lejos, pero parece que no llega. Respiro este aire de volcanes cubiertos de nieve y de estertor de viajeros que nunca vieron su destino, de rocas al rojo vivo y de un océano que parece un mito. Una silueta llena de aires de bienvenida se ha acercado con paso lento por el oriente, siempre lleno de malas intenciones y se ha estado moviendo a medida que pasa la noche por la tierra, con movimientos suaves que reflejan calma. Se ha sumergido en el mar y ha pasado flotando por el cielo, a ese paso hasta genera compasión pensar en el tiempo que lleva moviéndose así. Se ha acomodado el cabello negro y largo que le cuelga como una rama de ceiba a punto de caer y después se detiene frente a la costa oscura.
Miro cómo se ha vuelto hacia mí y con sus 8 ojos me desnuda con un vistazo sólido y derecho, como un disparo hacia mi pecho.
Mi pecho en donde escondo a una jaula vacía.
¿Lo sabrá ella?
¿Sabrá esa tejedora que si me abre como animal cazado, sólo encontrará un solar vacío?
Tengo al día acercándose por encima de mí. Me miro y me mira en reflejos de luz que se dispara en curvas constantes, en diapasones atonales de melodías chuecas.
El animal enorme me atrae al oeste, a la muerte de los que pelean, pero no para matarme.
Teje y teje y pone mi nombre en una de esas líneas, lo veo y ella me ve.
Me hace sentir seguro: su red y sus ojos, sus patas largas y su cuerpo pequeño, sus uñas y sus dientes distantes uno del otro.
Siempre que suena esa voz me quedo atónito y obedezco.
Me acerco.
Voy pisando el ramal de telaraña y me siento atraído por un calor hogareño, pero bien sé que esta no es mi casa, que este no es mi rostro y que este cuerpo no me pertenece.
El cabello negro me abraza y me quedo más sumergido en él que en esta red viscosa.
¿Cómo es que se siente tan bien estar así?
Mientras los susurros de su voz suenan, la noche se hace lo más densa posible.
Me alarmo, pues sé que pronto tendré que salir de esta red para poder caminar hacia el sol.
Pero no quiero estar tampoco fuera de este canto nocturno que me hace sentir tan feliz.
Y dormir, a pesar de saber que el día viene, quiero dormir, para quedarme atado al cabello negro y no saber qué pasa más allá de la lluvia o del sol o de cualquier cosa que venga después de esto, porque para mí no hay nada.
Silencio.
Tranquilidad.
Paz.
Reconozco en el cercano horizonte al sol que, quieto, se adorna solo en el cielo a lo lejos, pero parece que no llega. Respiro este aire de volcanes cubiertos de nieve y de estertor de viajeros que nunca vieron su destino, de rocas al rojo vivo y de un océano que parece un mito. Una silueta llena de aires de bienvenida se ha acercado con paso lento por el oriente, siempre lleno de malas intenciones y se ha estado moviendo a medida que pasa la noche por la tierra, con movimientos suaves que reflejan calma. Se ha sumergido en el mar y ha pasado flotando por el cielo, a ese paso hasta genera compasión pensar en el tiempo que lleva moviéndose así. Se ha acomodado el cabello negro y largo que le cuelga como una rama de ceiba a punto de caer y después se detiene frente a la costa oscura.
Miro cómo se ha vuelto hacia mí y con sus 8 ojos me desnuda con un vistazo sólido y derecho, como un disparo hacia mi pecho.
Mi pecho en donde escondo a una jaula vacía.
¿Lo sabrá ella?
¿Sabrá esa tejedora que si me abre como animal cazado, sólo encontrará un solar vacío?
Tengo al día acercándose por encima de mí. Me miro y me mira en reflejos de luz que se dispara en curvas constantes, en diapasones atonales de melodías chuecas.
El animal enorme me atrae al oeste, a la muerte de los que pelean, pero no para matarme.
Teje y teje y pone mi nombre en una de esas líneas, lo veo y ella me ve.
Me hace sentir seguro: su red y sus ojos, sus patas largas y su cuerpo pequeño, sus uñas y sus dientes distantes uno del otro.
Siempre que suena esa voz me quedo atónito y obedezco.
Me acerco.
Voy pisando el ramal de telaraña y me siento atraído por un calor hogareño, pero bien sé que esta no es mi casa, que este no es mi rostro y que este cuerpo no me pertenece.
El cabello negro me abraza y me quedo más sumergido en él que en esta red viscosa.
¿Cómo es que se siente tan bien estar así?
Mientras los susurros de su voz suenan, la noche se hace lo más densa posible.
Me alarmo, pues sé que pronto tendré que salir de esta red para poder caminar hacia el sol.
Pero no quiero estar tampoco fuera de este canto nocturno que me hace sentir tan feliz.
Y dormir, a pesar de saber que el día viene, quiero dormir, para quedarme atado al cabello negro y no saber qué pasa más allá de la lluvia o del sol o de cualquier cosa que venga después de esto, porque para mí no hay nada.
Silencio.
Tranquilidad.
Paz.
Veo a la silueta de cerca
y encuentro a una araña gigante avanzando a la velocidad del tiempo mismo desde
que se creó. Aparece ante mis ojos entre los pudores de la noche taciturna y
violenta, y me quedo petrificado ante tal monstruosa figura.
Teje y teje una red
enorme, algo para apresar a los desprevenidos seducidos por ella.
He escuchado una voz que
proviene de ella y me sorprende oír que es la misma voz de mi madre que susurra
y dice algo que entiendo. Me quiero sostener de algo, pero no hay nada.
Me acurruco y prefiero
dormir ahí, en la tela, en el calor, con esa voz de mi madre cantando y
recitando lo que mis oídos quieren escuchar, que despertar a lo que desconozco.
Jaime Ciprés Cabrera.
Comentarios
Publicar un comentario