M-E-M-O-R-I-E-S

Times Square, 7:33 pm.
Recuerdo haber llegado ese miércoles 11 de noviembre sin aliento y ansiosa, sin saber la razón, sin encontrar un "por qué". Estaba desesperada. Quería encontrarla, ver sus profundos ojos chocolate, escuchar su acento cubano, abrazarla y respirar su aroma. Pero no fue así, no ese día. "Será otro" pensé.
Pero realmente ese no era el motivo de mi ansia. Era algo más. Caminé todo ese lugar. Escuché las risas de los turistas, su emoción, su alegría, su felicidad por un logro más; conocer una maravillosa ciudad. Los comprendía. Sentí lo mismo cuando llegué. Los vi con cámaras y mapas en mano. ¡Ja! Me recordó a mí en mis primeros días. Su energía turística era contagiosa. Suspiré. Y suspiré porque me di cuenta de algo; yo ya no era una invitada más en esa ciudad. Yo ya no utilizaba mapas para guiarme, utilizaba el mapa que en mi corazón se había tatuado. Un mapa distinto al de ellos. Un mapa que me llevaba a recorrer las gélidas calles de Nueva York. Un mapa que me hacía perderme entre el Cosmos de ese universo. Un mapa que me hacía sentir el polvo cósmico de la magia en mi piel al caminar entre sus líneas con edificios altos, llenos de colores, con brillo, con calidez.
Me detuve un momento y respiré. Alcé la vista y el cielo estaba despejado, sin nubes, sin estrellas. Solo se veía el reflejo de todas esas luces que adornaban brillosamente la calle 42. Era mágico. Otra era, otro mundo, otro aire, otra paz... Ahí me di cuenta que no debía de encontrar razones para estar ansiosa, porque yo ya pertenecía a ese lugar. Ya no era una turista más, ni una desconocida para la ciudad, para sus calles y para sus habitantes. Ya era parte de ella, de ellos. De su día a día. Yo ya vivía ahí. Yo ya pertenecía. Me sentía amada y abrazada por su frío. Era lo único que quería sentir. Y comprendí que era tiempo de olvidar todo el dolor que había llevado conmigo misma. Todo el dolor que sentía en ese momento. Así que compré una cajetilla de cigarros y un café. Me senté en las afamadas sillas rojas. Le di un sorbo a mi bebida, encendí uno de los cigarrillos e inhalé de él. Retuve el humo en mis pulmones del pequeño catalizador como si fueran los malos recuerdos y lo exhalé. Me sentí mejor, en calma y en paz. Volteaba a mí al rededor y veía pasar familias, parejas, individualismo. Fumaba mientras lo hacía. Sin malos recuerdos, sin malos pensamientos, sin malos latidos dentro de mi corazón. Simplemente fumaba. Fumaba el alma de la ciudad, su energía. Fumaba mi realidad.

Majo Soberanes.

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